martes, 30 de enero de 2007

No queda otra

Soy alguien melancólico. No puedo evitarlo. Me levanto y lo primero que escucho es Porgy and Bess, de Miles Davis, o algún otro disco de jazz parecido, porque al final son todos más o menos lo mismo, o tienen el mismo efecto. Me gustan de todas formas.
Hubo un tiempo en que intentaba remediar la melancolía y me prometía cambiar, noche tras noche: no someterme a los estados de ánimo, no vivir por y a causa de ellos. Porque así la vida es azar puro. Ahora estoy, diría, más en paces conmigo mismo. Igual me emborracho y lloro, les digo que son mis mejores amigos, de corazón, de puro corazón. Es esencia. Y al día siguiente sufro. Sufro, me deprimo, no puedo salir. Tomo café hasta que me reincorporo y parezco un ciudadano decente. A veces salgo a caminar por Corrientes, que queda a dos cuadras de casa, y no hago otra cosa que ver a la gente, pero nada más como si estuvieran en una vidriera y yo sin un peso en el bolsillo. Y como de verdad ando medio corto de efectivo, últimamente he empezado a ver con buenos ojos a los shoppings. Ojo, no me confundo, me siguen pareciendo aberraciones del sistema, pero como no voy a ponerme a discutir eso ahora, simplemente aprovecho que me dejan sentarme a leer en el patio de comidas sin ni siquiera pagar un café. Me siento y leo, y escucho música de un discman viejo que me prestó un amigo (así también evito la música funcional que puede volverte loco en muy poco tiempo). Cuando me canso salgo a pasear un rato más, y por qué no, después si me quedó algún vueltito me meto a ver una película al Gaumont con carné de estudiante, porque ir al cine también forma parte del recorrido del melancólico perdido. Me siento en una de esas enormes salas con pocos concurrentes, se hace de noche el día y solo ansío poder hacer un poco de catarsis, que es mi droga y mi bálsamo.
No tengo mayor adicción que la melancolía, pero como no hay algún centro M.A. (Melancólicos Anónimos) no tengo más que salir a vivir la vida así con lo que tengo. Sé que estarán pensando en que hable con algún psicólogo, o alguien que me pueda dar una mano, pero ya lo hago. Y a decir verdad no hace demasiado efecto. Puedo comparar sin reparos la adicción a la melancolía con la adicción al tabaco o cualquier otro tipo de adicción. Uno es siempre, en el mejor de los casos, un ex fumador en recuperación. Lo mismo con la melancolía. Al melancólico por ahí habría que prohibirle muchas como para una posible rehabilitación, pero eso no se puede ni se debe; aunque está claro que es algo asombrosamente olvidado en los manuales arreglacabezas. ¿Cómo va uno a dejar de ser tan melancólico si tiene un libro de Soriano a mano? Este mundo tiene tantos recuerdos, hasta inventados, te diría, sacados de no se donde, pero que igual te nutren la biblioteca. Corrientes. Corrientes por ejemplo, tiene algo de recuerdo inventado, un corredor repleto de bares de otra época, de cuando todavía se escuchaba tango. Está bien que hoy esté esa juventud que escucha tango y se aprende las hermosas poesías. Pero yo hablo de cuando la calle Corrientes estaba en su esplendor, y no solo del tango, sino del espectáculo en general, de los trajes, las galeras y los finísimos vestidos. Los viejos dicen ¨Ah, la calle Corrientes¨, y dejan escapar un hilito de suspiro, cierran los ojos, se van para atrás. Y uno, que es de otra generación, se inventa un recuerdo mágico e idealizado, como si fuera suyo. Eso es fenomenal para el melancólico. El Abasto, Gardel, el teatro San Martín y todos los otros sucuchos más independientes, las cosas que ya no están, las librerías con estanterías que rebalsan, con libros una vez prohibidos, los bares viejos que supieron resistir la sacudida de la renovación, en especial mi preferido: Guerin; y puedo seguir, con el obelisco, las diagonales, si te vas un poco más allá San Telmo; puedo seguir. Todo es un largo corredor de suspiros, de tango o jazz en la oreja, qué se yo, es un recuerdo que uno se inventa, una predisposición a la nostalgia. Y así como está eso también hay otros, miles de lugares y de cosas que son más de uno, y que también te alimentan: el lugar donde te dejó tu novia más querida, tu escuela primaria que sigue ahí como un mamotreto eterno, el parque y la pelota. Esos son los recuerdos de uno, que afloran y aparecen en cualquier lugar y a cualquier hora, a veces en forma de lágrima. Pero ya está. La verdad, cuando uno empieza a hacer las paces, cuando uno empieza a disfrutar y acepta el regocijo de los recuerdos propios e inventados, de los silbidos que oía Cortazar, del amor por un adoquín, de esa esquina donde pasó algo inolvidable, de las decisiones que fueron errores y de llorarle a la mama porque todo tiempo pasado fue mejor, está fregado de por vida, lo tiene que admitir y ser feliz con eso. No queda otra amigo.

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