lunes, 26 de marzo de 2007

El mimo de los lunes

Hoy vine a trabajar sin ganas, digamos tal vez que por ser lunes, o porque el cielo estaba plomizo, por h o por b, o por c, ¡pero vine viejo!. Con eso ya estoy hecho, ya puse mi granito de arena con mi dulce y delicada personalidad llena de frescura y aroma a zandalo. Ahora lo más importante es no hacer nada sin que nadie lo note. Hay que poner una postura especial, de alumno atento, siempre dando sensación de estar abocado a una tarea impostergable, de urgencia y gravedad. El rictus rigido, la semblante severa, la boca de bulldog, la ceja intensamente arqueada; todo con el fin de que cualquiera piense dos veces antes de atreverse a molestarl, a pedir algo, todo para que a nadie se le ocurra interrumpir lo que realmente ocurre dentro de nuestro cerebro: absolutamente nada por espacio de 8 horas, o: ¡jaja!, como estoy engañando a estos imbéciles.

jueves, 22 de marzo de 2007

Cobré mi sueldo: ¡y que poco es!

Hace un tiempo, cuando me la pasaba en casa tirado, fumando y acribillándome la cabeza con pensamientos más bien oscuros, ansiaba que algún interesado en mis nobles servicios golpeara mi puerta. Yo no soy uno de esos que esperan con ansia al canillita para arrancar desde la madrugada marcando clasificados; pero es cierto, tampoco tengo a nadie a quien mantener, y esa es una gran ventaja si se quiere. Yo seguía ahí, a veces sentado en una reposera en el balcón, otras en el sillón, haciendo zapping con gran sentimiento de culpa, y otras tantas sentado... viendo por largo rato al vacío. Esperaba que alguien tocara mi puerta y solicitara de rodillas mis servicios, pero, ¿cuáles eran mis servicios?, eso también me lo preguntaba. Había estudiado publicidad y trabajado en una agencia como pasante de creativo. Me iba bien, tengo que admitirlo. Yo tenía mis recatos para con aquel mundillo de asesinos a sueldo, renegaba de eso, me quejaba de quedarme hasta altas horas pensando gráficas para que la gente compre más galletitas, pero también lo disfrutaba. Yo sentía que mi jefe empezaba a confiar en mí, que me estimaba, y Ale, mi compañero de trabajo, era un tipo con el cual se la pasaba bien, era de esas personas que uno tiene la sensación de concoer desde siempre. Gozabamos de una gran libertad para trabajar y podíamos fumar marihuana sin problema. Tenía grandes posibilidades, un día me lo dijo el Turco, otro creativo de más jerarquía en la empresa. Pero lo abandoné una vez que entré en una de las universidades más prestigiosas de cine, mi sueño desde que vi Scareface unos años atrás. Pero mi estado anímico andaba por el piso y extrañaba la agencia de publicidad, aún con todo mi rechazo a aquel mundo mercenario. En el cine había tránfugas peores que en la publicidad; la mayoría es gente falsa, que intenta vender la mierda tras la prestigiosa bandera del arte, y no hacen más que hablar de temas de los cuales no tienen ideas, de cosas que ni les importan. Y tras unos meses de silencio tras la puerta, de varias charlas con mis progenitores preocupados por mi inestable estado anímico, comprendí que nadie iría a buscarme trabajo. De todas formas mi estilo implacable de búsqueda laboral, persistió intacto, como si yo fuera un idealista nato. Años atrás, cuando todavía mi espíritu se hallaba ágil, esperanzado, practicamente puro y sin ningún ultraje del mundo adulto, capitalista y burgués, me aventuré en la idea de dar mis primeros pasos, y la primera opción la encontré en el diario. De allí traigo hasta aquí mi trauma. Fui a varias entrevistas pero no me entusiasmaba ser vendedor de relojes marca pindonga, ni tratar con tránfugas del telemárketing que venden tiempos compartidos (jamás quise entender lo que eran), ni trabajar en jugueterías, ni nada de eso. Yo no estaba preparado para el mercado laboral, y por las cosas que veía, tampoco pretendía estarlo. Después de todo terminé consiguiendo algún que otro trabajo, y todos fueron mas bien penosos, excepto mi fugaz pero contundente paso por la publicidad. De modo que ahí seguía yo, leyendo una y otra vez el mismo párrafo de un libro que sabía que iba a dejar, ensimismado, creyendo que jamás iría a revertirse aquella situación. Pero se revirtió, ¿quién lo diría? Mi tía me consiguió un trabajo en el club donde trabaja ella para atender a la gente, inscribirla en las actividades y otro tipo de tareas de ese estilo. Al principio sentía que había vuelto al ruedo, que luego de ello la rueda de la fortuna empezaría a girar hacia el lado correcto, que la idea de salir de mi casa sería un empujón anímico, un trampolín hacia algo superior, pero nada de eso ocurrió finalmente. La rutina empieza a carcomer mis ganas. El propio trabajo, los mentecatos que tengo como compañeros, el aire que ahí respiro, ¡todo! Todo hace que se nublen mis ambiciones, que todo decaiga en un pozo surrealista, que el paisaje se cubra de un velo oscuro, que mi tragedia se vuelva cada vez más tangible. Ayer cobré mi sueldo, y casi me pongo a llorar...

miércoles, 14 de marzo de 2007

Manos en mi cabeza

Camino creyendo que estoy loco, que realmente necesito ayuda si quiero levantarme de esta debacle. Aquella decisión no fue la más acertada, pienso; lo pienso una y otra vez desde hace unos cuantos años. Aquella decisión fue una escisión en mi destino, eso es lo que creo... ah, exhalo un suspiro melancolico, todo lo que podría haber sido de mí. Y la cuestión orbita alrededor de mi cabeza, mientras miro mis pies que siguen su camino, con las manos en los bolsillos vacíos. Al final llego hasta la casa de Abel, mi psicólogo. Toco el timbre y espero, nervioso. Sé exactamente lo que va a decir mientras el ascensor vaya por la mitad de su recorrido. ¿Por qué pregunta eso? ¿Será él quien esta loco? Esas cosas suelen preguntarse una vez dentro, no fuera, dentro, no fuera. Finalmente estamos en el ascensor y suelta la pregunta: ¿Tomás algo? Es raro, pienso, preguntar eso en un ascensor, pero digo que sí, un vaso de agua está bien. Y permanecemos callados, nada puede decirse después de que alguien te ofrece un vaso de agua, solo queda esperar a que te lo traigan, y eso hago, me siento en la incómoda silla del pequeño consultorio y él llega al rato con el vaso de agua tibia que surte la canilla de la cocina. Abel se sienta en una butaca de gran porte, como si fuera un trono. El es el rey, yo el bufón enfermo. Estoy decidido a dejarlo, tomo el toro por las astas, tengo que hacerlo, valerme por mí mismo una vez, recurrir a la resignación de saber que nada irá a modificarme, a no ser que yo lo quiera. Pero sé que es complicado. Inconcientemente, en el más saludable de los casos, los psicólogos no prefieren el progreso de sus pacientes. Al menos no un progreso que les permita dar un alta, soltar a su mascota. Eso es un déficit en sus entradas, y hoy día, donde la economía está tan difícil, no es un lujo que puede darse cualquier profesional. Hay mucho miedo de terminar trabajando arriba de un taxi con un título en el baúl. Pero ese no es mi problema, yo tengo muchos por solucionar. Empiezo tartamudeando, voy, voy, no, no voy a, a seguir viniendo A… A… Abel, creo que es lo mejor. Miro al cenicero. ¿Puedo fumar?, pregunto a continuación. Sabés que estoy un poco mal de la garganta, me dice, (siempre está mal de la garganta) prefiero que no, responde con una gran sonrisa paternal en su ancho rostro. Lo noto distendido, tranquilo, sabiendo que al final ganará la contienda. Creo que deberías seguir viniendo, dice. Sí, sí, no, pero no, no voy a seguir viniendo, arremeto. Hace dos años que vengo y no noto ningún cambio, hasta creo que, que he empeorado. Ahí me entra un miedo terrible de que me suelte una trompada, después de todo estoy hiriendo su orgullo de profesional experimentado. Yo no lo veo así, dice, siempre con su sonrisa, creo que has hecho cambios positivos, sí, muy positivos. No te olvides que vos solés tomar decisiones apresuradas, impulsivas, acordate cuando cambiaste de trabajo sin consultarme… y después sufriste las consecuencias. Tengo ganas de valerrme por mí mismo, digo. Vos sos libre, responde, pero mi recomendación, si me preguntas... es que sigas viniendo. No, no, no puedo seguir viniendo, creo que en vez de venir acá y contar siempre lo mismo debería hacer alguna otra actividad, como tocar la guitarra, por ejemplo. Abel se ríe, y con su risa empieza a humillarme. Sebastián, una cosa no quita la otra, me parece bárbaro que quieras tocar la guitarra, pero de todas formas sería bueno que sigas viniendo. Pensalo, pensalo y decime. Está bien, digo, lo voy a pensar, pero ahora quisiera irme. Saco la plata y la apoyo en la mesa. Me debías una sesión, dice. Sí, sí, está ahí, digo. Me tomo el vaso de agua casi de un saque y al rato estoy devuelta en la calle, sonriendo, feliz por haber conquistado el objetivo, dejar al psicólogo. Después, para decirle que lo pensé y que la decisión está tomada, le voy a escribir una carta, una carta concisa y contundente. No voy a volver a ir. No confío en manos extrañas revolviendo la mierda de mi cabeza. Desando los pasos hasta mi casa, donde me tiro al fin en mi cama y con una gran sonrisa en mi rostro miro el techo y suelto humo por la boca. Lo he conseguido.

miércoles, 7 de marzo de 2007

Revelación de gran importancia con respecto a un aspecto de mi existencia

No importa cuanto fume, salga, tome, coma, duerma, sufra o me prevenga. Estoy tan seguro de que me voy a morir de viejo que apostaría mi propia vida: es un hecho. Lo comprendí hoy y empiezo a hacerme a la idea (a la terrible idea), aunque la revelación sea tan reciente. No tiene seguido seguir insistiendo y no pienso seguir haciéndolo. Al menos le tengo menos miedo a la muerte.