jueves, 22 de marzo de 2007

Cobré mi sueldo: ¡y que poco es!

Hace un tiempo, cuando me la pasaba en casa tirado, fumando y acribillándome la cabeza con pensamientos más bien oscuros, ansiaba que algún interesado en mis nobles servicios golpeara mi puerta. Yo no soy uno de esos que esperan con ansia al canillita para arrancar desde la madrugada marcando clasificados; pero es cierto, tampoco tengo a nadie a quien mantener, y esa es una gran ventaja si se quiere. Yo seguía ahí, a veces sentado en una reposera en el balcón, otras en el sillón, haciendo zapping con gran sentimiento de culpa, y otras tantas sentado... viendo por largo rato al vacío. Esperaba que alguien tocara mi puerta y solicitara de rodillas mis servicios, pero, ¿cuáles eran mis servicios?, eso también me lo preguntaba. Había estudiado publicidad y trabajado en una agencia como pasante de creativo. Me iba bien, tengo que admitirlo. Yo tenía mis recatos para con aquel mundillo de asesinos a sueldo, renegaba de eso, me quejaba de quedarme hasta altas horas pensando gráficas para que la gente compre más galletitas, pero también lo disfrutaba. Yo sentía que mi jefe empezaba a confiar en mí, que me estimaba, y Ale, mi compañero de trabajo, era un tipo con el cual se la pasaba bien, era de esas personas que uno tiene la sensación de concoer desde siempre. Gozabamos de una gran libertad para trabajar y podíamos fumar marihuana sin problema. Tenía grandes posibilidades, un día me lo dijo el Turco, otro creativo de más jerarquía en la empresa. Pero lo abandoné una vez que entré en una de las universidades más prestigiosas de cine, mi sueño desde que vi Scareface unos años atrás. Pero mi estado anímico andaba por el piso y extrañaba la agencia de publicidad, aún con todo mi rechazo a aquel mundo mercenario. En el cine había tránfugas peores que en la publicidad; la mayoría es gente falsa, que intenta vender la mierda tras la prestigiosa bandera del arte, y no hacen más que hablar de temas de los cuales no tienen ideas, de cosas que ni les importan. Y tras unos meses de silencio tras la puerta, de varias charlas con mis progenitores preocupados por mi inestable estado anímico, comprendí que nadie iría a buscarme trabajo. De todas formas mi estilo implacable de búsqueda laboral, persistió intacto, como si yo fuera un idealista nato. Años atrás, cuando todavía mi espíritu se hallaba ágil, esperanzado, practicamente puro y sin ningún ultraje del mundo adulto, capitalista y burgués, me aventuré en la idea de dar mis primeros pasos, y la primera opción la encontré en el diario. De allí traigo hasta aquí mi trauma. Fui a varias entrevistas pero no me entusiasmaba ser vendedor de relojes marca pindonga, ni tratar con tránfugas del telemárketing que venden tiempos compartidos (jamás quise entender lo que eran), ni trabajar en jugueterías, ni nada de eso. Yo no estaba preparado para el mercado laboral, y por las cosas que veía, tampoco pretendía estarlo. Después de todo terminé consiguiendo algún que otro trabajo, y todos fueron mas bien penosos, excepto mi fugaz pero contundente paso por la publicidad. De modo que ahí seguía yo, leyendo una y otra vez el mismo párrafo de un libro que sabía que iba a dejar, ensimismado, creyendo que jamás iría a revertirse aquella situación. Pero se revirtió, ¿quién lo diría? Mi tía me consiguió un trabajo en el club donde trabaja ella para atender a la gente, inscribirla en las actividades y otro tipo de tareas de ese estilo. Al principio sentía que había vuelto al ruedo, que luego de ello la rueda de la fortuna empezaría a girar hacia el lado correcto, que la idea de salir de mi casa sería un empujón anímico, un trampolín hacia algo superior, pero nada de eso ocurrió finalmente. La rutina empieza a carcomer mis ganas. El propio trabajo, los mentecatos que tengo como compañeros, el aire que ahí respiro, ¡todo! Todo hace que se nublen mis ambiciones, que todo decaiga en un pozo surrealista, que el paisaje se cubra de un velo oscuro, que mi tragedia se vuelva cada vez más tangible. Ayer cobré mi sueldo, y casi me pongo a llorar...

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