miércoles, 14 de marzo de 2007

Manos en mi cabeza

Camino creyendo que estoy loco, que realmente necesito ayuda si quiero levantarme de esta debacle. Aquella decisión no fue la más acertada, pienso; lo pienso una y otra vez desde hace unos cuantos años. Aquella decisión fue una escisión en mi destino, eso es lo que creo... ah, exhalo un suspiro melancolico, todo lo que podría haber sido de mí. Y la cuestión orbita alrededor de mi cabeza, mientras miro mis pies que siguen su camino, con las manos en los bolsillos vacíos. Al final llego hasta la casa de Abel, mi psicólogo. Toco el timbre y espero, nervioso. Sé exactamente lo que va a decir mientras el ascensor vaya por la mitad de su recorrido. ¿Por qué pregunta eso? ¿Será él quien esta loco? Esas cosas suelen preguntarse una vez dentro, no fuera, dentro, no fuera. Finalmente estamos en el ascensor y suelta la pregunta: ¿Tomás algo? Es raro, pienso, preguntar eso en un ascensor, pero digo que sí, un vaso de agua está bien. Y permanecemos callados, nada puede decirse después de que alguien te ofrece un vaso de agua, solo queda esperar a que te lo traigan, y eso hago, me siento en la incómoda silla del pequeño consultorio y él llega al rato con el vaso de agua tibia que surte la canilla de la cocina. Abel se sienta en una butaca de gran porte, como si fuera un trono. El es el rey, yo el bufón enfermo. Estoy decidido a dejarlo, tomo el toro por las astas, tengo que hacerlo, valerme por mí mismo una vez, recurrir a la resignación de saber que nada irá a modificarme, a no ser que yo lo quiera. Pero sé que es complicado. Inconcientemente, en el más saludable de los casos, los psicólogos no prefieren el progreso de sus pacientes. Al menos no un progreso que les permita dar un alta, soltar a su mascota. Eso es un déficit en sus entradas, y hoy día, donde la economía está tan difícil, no es un lujo que puede darse cualquier profesional. Hay mucho miedo de terminar trabajando arriba de un taxi con un título en el baúl. Pero ese no es mi problema, yo tengo muchos por solucionar. Empiezo tartamudeando, voy, voy, no, no voy a, a seguir viniendo A… A… Abel, creo que es lo mejor. Miro al cenicero. ¿Puedo fumar?, pregunto a continuación. Sabés que estoy un poco mal de la garganta, me dice, (siempre está mal de la garganta) prefiero que no, responde con una gran sonrisa paternal en su ancho rostro. Lo noto distendido, tranquilo, sabiendo que al final ganará la contienda. Creo que deberías seguir viniendo, dice. Sí, sí, no, pero no, no voy a seguir viniendo, arremeto. Hace dos años que vengo y no noto ningún cambio, hasta creo que, que he empeorado. Ahí me entra un miedo terrible de que me suelte una trompada, después de todo estoy hiriendo su orgullo de profesional experimentado. Yo no lo veo así, dice, siempre con su sonrisa, creo que has hecho cambios positivos, sí, muy positivos. No te olvides que vos solés tomar decisiones apresuradas, impulsivas, acordate cuando cambiaste de trabajo sin consultarme… y después sufriste las consecuencias. Tengo ganas de valerrme por mí mismo, digo. Vos sos libre, responde, pero mi recomendación, si me preguntas... es que sigas viniendo. No, no, no puedo seguir viniendo, creo que en vez de venir acá y contar siempre lo mismo debería hacer alguna otra actividad, como tocar la guitarra, por ejemplo. Abel se ríe, y con su risa empieza a humillarme. Sebastián, una cosa no quita la otra, me parece bárbaro que quieras tocar la guitarra, pero de todas formas sería bueno que sigas viniendo. Pensalo, pensalo y decime. Está bien, digo, lo voy a pensar, pero ahora quisiera irme. Saco la plata y la apoyo en la mesa. Me debías una sesión, dice. Sí, sí, está ahí, digo. Me tomo el vaso de agua casi de un saque y al rato estoy devuelta en la calle, sonriendo, feliz por haber conquistado el objetivo, dejar al psicólogo. Después, para decirle que lo pensé y que la decisión está tomada, le voy a escribir una carta, una carta concisa y contundente. No voy a volver a ir. No confío en manos extrañas revolviendo la mierda de mi cabeza. Desando los pasos hasta mi casa, donde me tiro al fin en mi cama y con una gran sonrisa en mi rostro miro el techo y suelto humo por la boca. Lo he conseguido.

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